Si encerrara significado alguno, sería, quizás, imposible soportar el leve roce de aquellos vellos que tímidamente crecían en aquel brazo, aquel brazo que, sobrecogedoramente femenino, repasaba una y otra vez el alfeizar de aquella desgastada ventana de cafetería jugando a sentir sus irregularidades con el antebrazo.
Él había apoyado los codos en el alfeizar a lado de ella simplemente para observar el turbulento transcurrir de un día más de mercado persa, de tráfico neoyorquino, de mañana de Sao Paulo, de humanidad aglomerada.
Sorbían ambos café a ritmos acompasados mientras se elevaba la tensión. Ella quería escapar de aquella incómoda situación sin que pareciese que ese simple varón a lado la había intimidado. Él quería hablarle sin que pareciese que esa era la sola razón por la que soportaba el anaranjado resplandor de lejanos tejados metálicos desde aquella pequeña ventana de segundo piso, desde aquel cafecito de mala muerte.
Ella soñaba despierta. Planes, sueños, dioses y un reino para ella sola se mezclaban en la dulce cuna de una casa con todas las comodidades, el tímido amor de un padre y una madre que quería que ella fuese fuerte, pero que no evitaban mimarla hasta en el mísero detalle de dejarle siempre jaboncillo nuevo cada vez que el suyo se estuviese acabando.
Él había abandonado toda esperanza en este crudo mundo y observaba amistades, amantes, sociedades y posteridades con pragmatismo, cinismo y algo de sorna. Aquellos cigarrillos de siete de la mañana o esa pastilla de droga europea de las tres de la mañana le daban igual ahora. Había tenido sueños grandes, había tenido grandes decepciones, la gente esperaba demasiado de él, él esperaba demasiado de sí mismo, nada se concretaba más que la frustración, las ganas de gritar, el deseo de hundir sus pies en el agua fría de unos fiordos noruegos sobre los que había leído, pero que no conocía.
El sol se hundía lentamente, haciendo de cada minuto una insoportable ceremonia de despedida, haciendo de cada hoja que se oscurecía lentamente a la sombra de pilares y tejados una obra en sí misma. El café en sus tazas empezaba a ser totalmente negro, olvidando el brillo irreverente de la tímida grasa de alguna olvidada mantequilla que un deficiente lavado no había limpiado del todo. Ella paseó los ojos por el contenido del recipiente pensando que una cafetería que ella abriese no tendría tan mal personal. Él se antojaba una mantequilla que le pareciese rica, pues hace años que ese acompañamiento del pan había dejado de saberle a algo más que nostalgia.
Ambos cruzaron una corta mirada mientras la mesera pasaba a preguntarles si ordenarían algo más.
- Le invito la próxima taza -murmuró él.
- He estado desesperando secretamente que esta se acabe -dijo ella firmemente.
La mesera se alejó mientras el sol desaparecía del todo y luces de faroles y ventanas por todas partes, que ya estaban prendidas, ahora brillaban con fuerza.
- Seguramente usted lo haría mejor.
- ¿Qué?
- Una cafetería.
- Oh. No creo -mintió ella.
- Yo sí -mintió a su vez él.
Rozó descaradamente su brazo con el de ella para sentir el cosquilleo inocente de sus vellos una vez más mientras apoyaba sus manos en el alfeizar y se levantaba para marcharse.
Él tarareó una canción de moda mientras bajaba las escaleras. Ella se quedó en aquel alfeizar solo para darse el capricho de observar hacia donde se escurría aquel sucio acosador.
Y los dos tan jóvenes.
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En homenaje a los hikikomori y todos los que sentimos el peso del mundo.
(Escribí esto como pedido para el blog de un amigo pero lo vengo a repostear acá...)